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Illimani Patiño

23 de julio de 2019

El big data y la nueva forma de poder: los políticos quieren tus datos personales

Desde el escándalo de Cambridge Analytica, donde los datos de millones de usuarios de Facebook fueron adquiridos por la compañía privada para beneficiar a campañas políticas en todo el globo, los entes de control nacionales e internacionales han iniciado miles de procesos judiciales para sancionar a empresas que suelen vender o ceder la información personal de sus usuarios.

Y es que, en la era de la globalización la información de los consumidores se ha vuelto el activo más importante para el capital. En un mundo donde la única forma de sobrevivir como negocio es masificando el consumo a niveles macro, conocer las necesidades, preferencias y aspiraciones de tus clientes, los datos se convierten en el factor principal para el éxito.

Lo realmente grave es que los ciudadanos permitamos todos los días que entes privados adquieran y jueguen con nuestra información más preciada. Mientras descargamos un nuevo juego o nos vinculamos a una nueva red social -y aceptamos los términos y condiciones sin leer-, las empresas acceden a nuestra ubicación, nuestras preferencias de consumo e, incluso, a nuestros grupos sociales.

Como dice el filósofo Byung-Chul Han, en un mundo donde el consumo es lo más importante, la realización social se encuentra cuando nos alimentan el el ego con comentarios, likes y retweets, y nos sentimos libres porque podemos actuar y manifestar nuestras opiniones en las plataformas digitales. Pero la realidad es que somos esclavos de ese ego y estamos dispuestos a sacrificar todo, incluso nuestra privacidad para seguir consumiendo.

Regalar nuestra información privada pone en peligro la democracia

No podemos dejar pasar por alto el gran poder que tienen nuestros datos para temas como la política. La lucha política más importante de la modernidad ha sido la de liberar al individuo de las garras ‘autoritarias’ y coercitivas del estado. En el siglo XX. mientras gran parte del mundo vivía bajo el yugo de regímenes que buscaban controlar por completo la vida del individuo con la excusa de protegerlos de un mal mayor, las democracias europeas buscaban garantizar la mayor libertad y autonomía posible para sus ciudadanos.

Esas garantías hacían más difícil a los políticos gobernar, en la medida que los ciudadanos tenían la capacidad de desarrollar ideas propias y cuestionar las ‘verdades’ que querían imponerse. Más importante aún, los políticos tenían que apelar cada vez más a la racionalidad de los votantes pues desconocían las preferencias ‘irracionales’ de los ciudadanos, fortaleciendo así el debate público.

Pero precisamente ahí radica el peligro de la vinculación de esas empresas de minería de datos al escenario democrático: a medida que los políticos tienen la capacidad de acceder a la información más personal de cada ciudadano, pueden presentarle un mensaje que, aunque sea falso o inmoral, lo motive a votar. Esto es a lo que se llama populismo.

Tal fue el caso en la elección de Donald Trump, el Brexit y el triunfo del ‘No’ en el plebiscito por la paz en Colombia, donde en muchos casos los ciudadanos salieron a votar con preconcepciones falsas como que «los migrantes tienen un plan para destruir el país» o que «la paz con las FARC va a hacer homosexuales a nuestros niños». Todos estos son mensajes preconcebidos por un equipo de estrategas que saben que los mensajes falsos movilizarán a la gente, porque conocen sus preferencias irracionales por medio de la minería de datos.

Así, preocuparse por la protección de la seguridad de tu información no es solo un asunto personal, sino que tiene una importancia pública en la protección de la democracia. Nos acercamos a un mundo donde ya no importa la verdad sino la capacidad de masificar una opinión, como las fake news que apelan directamente a nuestras emociones. No se gobierna en las calles, sino en twitter.

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